No entiendo qué debía estar haciendo en 1987. O sí. Pero me hubiera ayudado mucho entonces ver "El festín de Babette". O no. Tal vez mi paladar no hubiera podido saborear, ni menos aún digerir, el menú de esta obra de arte sencilla, elegante y tierna. Tal vez hubiera salido del cine demasiado removida por la humildad y generosidad calladas y desbordantes de Babette. Por el sacrificio adusto y silencioso de Martina y Filippa, por la tosquedad de los habitantes de la aldea, por su cerrazón y su puritanismo, por sus obras de caridad cotidianas.
Ayer despegué desde un rincón perdido de Dinamarca al mundo inmenso y bello de lo pequeño. El vuelo fue lento, al ritmo que me piden esos veinticinco años después. Y disfruté de cada cuellecito de encaje, de cada plato de sopa y cada vela, de cada sombra y cada luz... Y me senté a la mesa después, creyéndome comensal que no vestía de negro. Pero sí. Porque me entraron ganas de cantar aleluyas y a la vez temí que semejante canto -¿dónde acaban los sentidos del cuerpo y empiezan los del alma?- quebrantara alguna ley tan oscura como mi atuendo.
La conversión y la gracia llegaron también lentamente, en gestos pequeños pero transfigurados. La cena de Babette, el banquete, cambia a quien lo prueba. Por eso creo que quiero ser Babette.